viernes, 28 de marzo de 2008

PERRA VIDA

Cuando sea japonesa, quiero se perra.
Navidad:

Casual look:

pollerita de jean y collar

beisball


minnie

Flashes no

Una historia de amor:
abeja

fiorucci


abeja seduce a fiorucci

fiorucci le corta el rostro por grasa

FIN


jogging

perego dog

susana y el corcho

que buda me conceda un modelito fiorucci

la morocha del abasto
De compras:

shopping

modelo kimono


modelo kimono 2


Big shop

dulce cadoga (casi perverso)

Guau!

miércoles, 19 de marzo de 2008

PILETA 4, NAGOYA. COMPRENDIENDO

Atraso una ciudad con las piletas. Pero como estoy de vuelta en Tokio y repito Konami Sports, con la de Nagoya me pongo al día.
Divina la pileta de Nagoya. Con mis amigos, los viejitos nagoyanos y sus cinco minutos de ejercicio.
El primer día, mientras nadaba, escuché por los parlantes un anuncio en japonés que se repitió unas cuantas veces. Después la voz cambió por una música muy Disney, un tanto hawaiana. Al rato, cuando sacaba la cabeza para respirar entre brazadas, vi que la pileta había quedado vacía (vacía de gente, no de agua). Todos los viejitos que nadaban y caminaban antes por los andariveles, estaban ahora afuera de la pileta, algunos parados cerca de los bordes y otros sumergidos en el piletón de agua caliente. La guardavidas, desde su sillita alta, movía los brazos al ritmo de la música, a la manera aloha, indicando las escaleras de salida de la pileta. Por supuesto, salí. Ni bien puse mi segundo pie fuera del agua, la guardavidas tocó un pitido largo y otro guardavidas, que recién llegaba, se metió a la pileta vacía. Enseguida la música de los altoparlantes cambió otra vez a voz y todos los viejitos que no estaban en las termas rodearon la pileta. Un nuevo guardavidas (uno que antes andaba por ahí llevando un megáfono amarillo en la mano), se paró también cerca del borde y, siguiendo las instrucciones que seguramente indicaba la voz de los altoparlantes, comenzó a hacer unos ejercicios de estiramiento que todos los viejitos siguieron al pie de la letra. Yo, mientras tanto, me escondí detrás de una columna (lo confieso aún a riesgo de dejar en evidencia que soy una boluda). La clase duró cinco minutos, después de los cuales el guardavidas hizo una reverencia que todos los viejitos contestaron y tocó el silbato. Inmediatamente todos volvieron a la pileta, a seguir nadando o caminando como si nada hubiera pasado.
Con el correr de los días entendí el sistema: Todas las horas en punto, se realiza el cambio de bañero. Entonces vacían la pileta. El bañero que llega se mete y nada la pileta entera de una punta a otra de cada andarivel, al llegar al centro se detiene, se pone en cuclillas bajo el agua y girando sobre los talones, recorre con la mirada el fondo completo de la pileta. Se asegura así, supongo, de que no haya en el piso ninguna porquería o algún ahogado. Mientras tanto, si la hora es impar, afuera se realiza la clase de gimnasia y si la hora es par, no pasa nada, la gente se mete en el piletón de agua caliente o se queda sentada en los bancos, debajo de las estufas que cuelgan del techo. Después de esos cinco minutos, el bañero que estaba arriba de la silla abandona su puesto y agarra el megáfono amarillo, camina alrededor de la pileta y empieza a limpiar con un trapito las junturas de los azulejos de las paredes y del piso. El guardavidas recién llegado toma su lugar arriba de la silla. Y el que antes estuvo con el megáfono amarillo se retira, y todo el mundo vuelve meterse a la pileta.
Yo traté de evitar las horas en punto todo lo que pude, para poder nadar todo de corrido, pero cuando no podía evitarlas, los cinco minutos de ejercicio me los pasaba sentada debajo de las estufas. No volví a esconderme detrás de la columna. Además me hice amiga de un grupo de viejitos que nadaban siempre a la misma hora que yo y que, entre largo y largo, me encuestaban acerca de Argentina, de Buenos Aires y de lo que hacía durante las 38 horas de vuelo entre un país y otro. Adoré esa pileta, comprender su sistema y a sus viejitos nagoyanos.

lunes, 17 de marzo de 2008

EXTRAÑO

Anoche soñé que me tenía que tomar el 44. Pero no me acordaba si iba a ser azul y rojo como antes, o verde y blanco como después de que lo comprara la 28. Eso extraño. El olor de las fiambrerías. Las de los almacenes o las que están al fondo de los chinos. Una mezcla de olor a salchichón y jabón en polvo. Extraño el olor de los Laverrap. El olor del subte. Cruzarme a alguien por la calle y verle cara conocida pero no acordarme de dónde. El olor a la madera que cae del sacapuntas, que había en el hall de entrada de uno de los colegios en los que trabajaba. Extraño el peligro cotidiano. Tener que mirar antes de cruzar la calle. Evitar algunas calles por la noche. Las baldosas flojas. Apurar el paso en una calle vacía. Extraño una calle vacía. Hace unos días me pareció escuchar que alguien gritaba ‘parenlá de una vez’, pero era un hombre pidiéndole a otro, en japonés, que posara para una foto. Extraño saber qué libro está leyendo el pasajero de al lado. También extraño el olor del cajón de la cocina de la casa de mi bobe. El cajón donde guardaba los cubos con letras para volver enseñarle a mi zeide las palabras que perdió cuando una parte de él se fue muy lejos. Y la bola de nieve de su aparador del living, recuerdo de Nueva York. La dabas vuelta y nevaba brillantina sobre la estatua de la libertad. Está en mi casa ahora, allá del otro lado. Y tengo guardadas en cajas y valijas muchas otras bolas de nieve, una de cada ciudad en la que estuve.
Otras ciudades. Con otras calles. Otras caras. Otros idiomas. Otros olores.