Atraso una ciudad con las piletas. Pero como estoy de vuelta en Tokio y repito Konami Sports, con la de Nagoya me pongo al día.
Divina la pileta de Nagoya. Con mis amigos, los viejitos nagoyanos y sus cinco minutos de ejercicio.
El primer día, mientras nadaba, escuché por los parlantes un anuncio en japonés que se repitió unas cuantas veces. Después la voz cambió por una música muy Disney, un tanto hawaiana. Al rato, cuando sacaba la cabeza para respirar entre brazadas, vi que la pileta había quedado vacía (vacía de gente, no de agua). Todos los viejitos que nadaban y caminaban antes por los andariveles, estaban ahora afuera de la pileta, algunos parados cerca de los bordes y otros sumergidos en el piletón de agua caliente. La guardavidas, desde su sillita alta, movía los brazos al ritmo de la música, a la manera aloha, indicando las escaleras de salida de la pileta. Por supuesto, salí. Ni bien puse mi segundo pie fuera del agua, la guardavidas tocó un pitido largo y otro guardavidas, que recién llegaba, se metió a la pileta vacía. Enseguida la música de los altoparlantes cambió otra vez a voz y todos los viejitos que no estaban en las termas rodearon la pileta. Un nuevo guardavidas (uno que antes andaba por ahí llevando un megáfono amarillo en la mano), se paró también cerca del borde y, siguiendo las instrucciones que seguramente indicaba la voz de los altoparlantes, comenzó a hacer unos ejercicios de estiramiento que todos los viejitos siguieron al pie de la letra. Yo, mientras tanto, me escondí detrás de una columna (lo confieso aún a riesgo de dejar en evidencia que soy una boluda). La clase duró cinco minutos, después de los cuales el guardavidas hizo una reverencia que todos los viejitos contestaron y tocó el silbato. Inmediatamente todos volvieron a la pileta, a seguir nadando o caminando como si nada hubiera pasado.
Con el correr de los días entendí el sistema: Todas las horas en punto, se realiza el cambio de bañero. Entonces vacían la pileta. El bañero que llega se mete y nada la pileta entera de una punta a otra de cada andarivel, al llegar al centro se detiene, se pone en cuclillas bajo el agua y girando sobre los talones, recorre con la mirada el fondo completo de la pileta. Se asegura así, supongo, de que no haya en el piso ninguna porquería o algún ahogado. Mientras tanto, si la hora es impar, afuera se realiza la clase de gimnasia y si la hora es par, no pasa nada, la gente se mete en el piletón de agua caliente o se queda sentada en los bancos, debajo de las estufas que cuelgan del techo. Después de esos cinco minutos, el bañero que estaba arriba de la silla abandona su puesto y agarra el megáfono amarillo, camina alrededor de la pileta y empieza a limpiar con un trapito las junturas de los azulejos de las paredes y del piso. El guardavidas recién llegado toma su lugar arriba de la silla. Y el que antes estuvo con el megáfono amarillo se retira, y todo el mundo vuelve meterse a la pileta.
Yo traté de evitar las horas en punto todo lo que pude, para poder nadar todo de corrido, pero cuando no podía evitarlas, los cinco minutos de ejercicio me los pasaba sentada debajo de las estufas. No volví a esconderme detrás de la columna. Además me hice amiga de un grupo de viejitos que nadaban siempre a la misma hora que yo y que, entre largo y largo, me encuestaban acerca de Argentina, de Buenos Aires y de lo que hacía durante las 38 horas de vuelo entre un país y otro. Adoré esa pileta, comprender su sistema y a sus viejitos nagoyanos.