Ahora estamos en Osaka, que en mérito a sus múltiples encantos será nombrada de aquí en más como Okaka. Nuestro hotel está ubicado sobre una de las calles techadas de la ciudad. Es una especie de Lavalle bajo techo. Llena de Panchinkos y puticlubs que ofrecen cuarenta minutos de algo que no entendemos lo que es porque está escrito en japonés, a cinco mil yenes. Unos treinta y cinco euros. Haciendo la relación entre tiempo y dinero, uno puede entender el japonés de lo más bien. Si hay prostitutas por la calle, no lo sabemos, porque la moda veraniega de algunas de las japonesas es la misma que las de las chicas que antes andaban por Godoy Cruz, después por el Rosedal y no sé por dónde andarán ahora que las fletaron de ahí también.
También debajo de nuestro hotel hay una ciudad subterránea. Nanba Walk, se llama. Y es un nombre muy apropiado para graficar la sensación que casi todo el tiempo produce la vida nipona: Una N al lado de una B.
En la ciudad subterránea hay negocios, restaurantes, subtes, tintorerías, supermercados, Pachinkos, estaciones de tren, oficinas de turismo, carteleras para comprar entradas más baratas, panaderías, kioscos, lencerías, peluquerías, tiendas de ropa para perros y hasta plazas con fuentes, que son el lugar preferido de algunos japoneses para dormirse una siestita, mojarse las patas o sentarse a descansar. Además de todo eso, hay mucha gente. Siempre apurada. Tratando de llegar pronto a cualquier parte. Supongo que será una especie de reacción reflejo a la sensación de que como son tantos, no va a haber lugar para todos. Algo similar a lo que le pasaba a mi bobe, que siempre compraba de más por si la guerra.
En cuanto a los accesorios contra el sol, las japonesas usan paraguas todo el tiempo. Incluso en las bicicletas (que son miles) tienen unos adminículos para colocarlos. Usan todo tipo de gorros. Unas viseras polarizadas que cubren toda la cara. Una especie de guantes negros, sin dedos, que van desde los nudillos hasta donde empiezan las mangas de las remeras. Medias. Polainas. Borcegos. Y eso que la temperatura promedio de Okaka en el verano es de treinta y cinco grados. Los hombres se conforman con gorritos y unas toallitas que llevan o en la cabeza, atadas como pañuelos, o colgadas del cuello, para limpiarse el sudor cada cinco minutos. Ahora que tengo una fuente más que fidedigna (una auténtica japonesa que habla perfecto porteño), sé que tanta protección es porque su piel se mancha con el sol.
Es increíble que ton todo ese camuflaje, no se consiga un solo desodorante que responda decentemente en todo Japón. El Rexona que uso me lo compré en Kuala Lumpur, me queda solamente uno más de repuesto porque no podía subir con más líquido al avión. Pero estoy esperando una encomienda que tiene a mis axilas de lo más esperanzadas…
Le conté a mi mamá que acá nadie se para en las esquinas para esperar el semáforo. La gente se para en donde haya algo de sombra, aún si eso significa parase media cuadra antes de llegar a la esquina. Mi mamá me preguntó en dónde me paraba yo. En la esquina, le dije. ¿Y no te miran torcido?
Siempre me miran torcido, soy occidental, para ellos voy a ser siempre un bicho raro.
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