Ayer tuvimos los treinta y ocho reglamentarios y el vaho nuestro de cada día (el que –literalmente - ablandó las hojas de todos mis libros, llenó de hongos las tapas de las valijas y pringó las sábanas de la cama). Y hoy amaneció con veintiuno, los vapores disipados y una lluvia grisácea de lo más sugerente.
Así que no agarré la bici para ir a la pileta. Me puse las ojotas y salí a la calle, que parecía otra, a chancletear los dedos fríos después de tanto tiempo.
Y, como si esto solo no bastara para devolver un poco de la vida que el verano nos había derretido, una bandada de estudiantes pasó caminando por al lado mío y me dejó una fragancia a Beldent de menta que todavía me emociona. Me parece que el vaho espesaba los olores. Y volver a sentir un olor fresco y además porteño, hizo desperezar a mis papilas olfativas. Si hubiera sido Proust, por ahí habría empezado a encontrar mi tiempo perdido. Pero como no soy, seguiré chancleteando por Japón a dedo suelto, con la humilde esperanza de que un día andando con mi bici, me encuentre de repente, pedaleando por el camino de Chu-ann.